El poder del mundo: su carácter y nuestra victoria
¿Actitudes contradictorias hacia el mundo?
Muchos creyentes se sienten desconcertados por una aparente contradicción en la actitud de Dios para con el mundo. En Juan 3.16, el apóstol pone en boca de Jesús que Dios ama al mundo, mientras que Pablo declara la opinión negativa que tiene de ese mismo mundo, como también lo hace el apóstol Juan en sus escritos.
La palabra griega más común que se traduce por «mundo» en el Nuevo Testamento es kosmo", utilizada más de doscientas veces por los escritores sagrados; el resto se divide en partes iguales entre ai/n «siglo», y oikoumvne «el mundo habitado».
Kósmos significa literalmente ornamento. Según Vine: «orden, disposición, ornamento, adorno». ¿Cómo es posible que una palabra cuyo sentido era «ornamento» llegara a significar «el mundo»? Leon Morris sugiere que el ornamento excepcional es el universo, pero que para la humanidad la parte más importante de dicho universo la constituía el mundo en que ella vivía. El siguiente paso, en una sucesión natural, sería considerar al mundo como toda la humanidad; pero este mundo en general crucificó a Jesús. «No es sorprendente que “el mundo” de la Escritura se utilizase también para hacer referencia a “la humanidad que se opone a Cristo”».
Luego Leon Morris hace una importante afirmación, la cual encaja muy bien en nuestro estudio sobre la guerra del creyente con el mundo. El mundo llega a ser, dice:
[ … ] la suma total de la creación divina que ha quedado destrozada por la Caída, está bajo el juicio de Dios y en la cual aparece Jesús como Redentor. [El mundo, por tanto, se] personifica como el gran adversario del Redentor en la historia de la salvación.
Como tal, el mundo es también el gran adversario de los redimidos en esa misma historia de la salvación. Este uso negativo de la palabra kosmo" es exclusivo del Nuevo Testamento. No se utiliza así la misma en la versión griega del Antiguo Testamento ni en los escritos seculares. Morris cree que «para Juan y Pablo lo pasmoso era que los hombres que habitan este hermoso y ordenado universo actuaran de una forma repugnante e irracional al encontrarse cara a cara con Cristo» (Juan 1.10; 7.4–8; 8.12, 23; 9.5; 12.31, 45–46; 14.17, 27–30; 15.18; 16.7–11, 20, 33; 17.6, 9, 13–18; 25).
Sin embargo, aún hay esperanza. Este mundo de seres humanos, aunque malogrados por la Caída y viviendo una vida hostil a Dios, es objeto del amor más intenso del Señor. ¿Acaso no dijo Jesús: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito»? Morris comenta: «Es cierto que el mundo no se interesa por las cosas de Dios, pero no lo es que Dios haga lo mismo con el mundo … La obra completa de redención que hizo en Cristo se dirige al mundo» (Juan 1.29; 3.16–17; 4.42; 6.33; 6.51; 12.47).
Luego, Leon Morris señala que el éxito del ministerio de salvación de Cristo hacia el mundo se revela en las referencias que se hacen al destronamiento de Satanás, el príncipe de este mundo, por el Señor (Juan 12.31; 14.30; 16.11). Por tanto, Jesús puede afirmar que ha vencido al mundo (Juan 16.33). Esta victoria del Señor Jesucristo sobre el diablo y el mundo no altera el hecho de que éste, fundamentalmente, se le oponía y todavía se le opone.
Quizá la relación de Dios con el mundo podría definirse como una de amor y odio al mismo tiempo. El Señor ama a los hombres y las mujeres mundanos, a toda la raza humana, a pesar de lo pecadora que es y de que vive su propia vida de separación y rebeldía contra Él. Dios ha provisto perdón completo para los pecados del mundo en la cruz de su Hijo (2 Corintios 5.18–21).
Sin embargo, Dios odia el sistema del mundo y éste le odia a Él (Juan 7.7; 14–17). Las filosofías de la vida que el mundo tiene ciegan a los hombres al amor divino y refuerzan su separación pecaminosa de Dios. En cierto sentido, podríamos definir a nuestro enemigo, el mundo, como la expresión social y colectiva de las actividades de nuestros otros dos enemigos: el interno, la carne, y el de arriba, el campo sobrenatural maligno. Una vez más vemos que tanto el pecado como la guerra espiritual son multidimensionales: guerra contra la carne, contra el mundo y contra la perversión sobrenatural.
1 Juan 2.15–17
Por último, para comprender mejor el poder maligno del mundo en su guerra contra el creyente, debemos examinar la descripción que hace de él Juan en su primera epístola, capítulo 2, versículos 15 al 17.
El mandamiento
Juan comienza con un doble mandamiento: «No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo» (v. 15a). Wuest, comentando este pasaje, dice que según Vincent el doble negativo y el doble uso de la palabra kosmo" se refieren a la visión bíblica del mundo como «la suma total de la vida humana en el mundo ordenado, considerada aparte de Dios, separada de él y hostil a Él; y a las cosas terrenas que apartan de Dios» (Juan 7.7; 15.18; 17.9, 14; 1 Corintios 1.20–21; 2 Corintios 7.10; Santiago 4.4).
Más adelante comenta que «buena parte de este sistema del mundo es religioso, culto, refinado e intelectual, pero también antidios y anticristo». De modo que resulta comprensible que Juan continúe con esta pasmosa afirmación: «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2.15b).
La palabra traducida por amor en este versículo es ágape, pero sin el significado cristiano único que tiene cuando se refiere al amor de Dios y de los verdaderos creyentes: el amor de autosacrificio. Según Wuest, en el griego secular la palabra significa «cariño o afecto por un objeto debido a su valor [para el que lo ama]».
Wuest afirma luego: «Así es como Juan está utilizando aquí el término para referirse al amor que se tiene al mundo. Se trata de un amor de aprobación, de estima. Se dice que Demas había amado al mundo presente. Le parecía precioso y llegó a amarlo» (2 Timoteo 4.10). Y luego indica que el principal verbo de la frase es un presente de imperativo y habla del «acto de impedir la continuidad de una acción que ya está teniendo lugar». Para algunos de los cristianos del tiempo de Juan, el mundo era todavía precioso. ¿Lo es aún en nuestros días? Me temo que sí.
Luego el apóstol afirma que cuando se sigue considerando precioso, bien el mundo bien las cosas que hay en él, ello revela que para uno Dios no es en verdad precioso.
Dos razones para no amar al mundo
Seguidamente Juan ofrece dos razones fundamentales por las que el cristiano debe amar a Dios y a su hermano (1 Juan 2.5, 10; 4.19–20), pero no al mundo. En primer lugar dice que el amor al Padre y el amor al mundo son incompatibles: «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (v. 15).
John Stott comenta al respecto: «Si un hombre está absorbido por la perspectiva y los intereses de ese mundo que rechaza a Jesús, es evidente que no tiene amor al Padre» (Santiago 4.4; Mateo 6.24).
A continuación, Juan señala la transitoriedad del mundo contrastada con la eternidad del que hace la voluntad de Dios: «Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2.17).
Cuatro aspectos del sistema del mundo
Juan da entonces lo que tal vez sea la descripción cuádruple más profunda que hay en toda la Escritura del sistema del mundo, tan aborrecido por Dios y tan en guerra con el creyente. El apóstol dice: «Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo» (1 Juan 2.16).
Esto nos devuelve al versículo 15, donde Juan manda que no amemos «las cosas que están en el mundo» y nos hace una descripción cuádruple de esas cosas, de todo lo que el mundo nos ofrece, comenzando por «los deseos de la carne».
Los deseos de la carne
Como ya vimos antes, estos deseos representan la dimensión personal del pecado: la guerra que se libra dentro de nosotros mismos (Gálatas 5.17). La palabra deseo significa literalmente «deseo intenso» y puede referirse a los buenos deseos, incluso al anhelo que Dios tiene de nosotros (Santiago 4.5). No obstante, por lo general en la Escritura se utiliza con una connotación negativa. Wuest expresa lo siguiente: «El deseo de la carne es el anhelo apasionado o ansia procedente de nuestra naturaleza pecaminosa».
Lo único que hay realmente «en el mundo», según explica Juan, es esclavitud a los deseos de la carne. Aunque con frecuencia el mundo alabe de boca las normas morales elevadas, no tiene poder para vivir según ellas. Casi toda la gente las quebranta, en todas partes y todo el tiempo. Naturalmente, si la idea no teísta de la realidad es la correcta, no puede haber absolutos morales y uno es en verdad libre de satisfacerse a sí mismo. Esto es lo que nos dicen a diario los medios de comunicación en la mayor parte de los países.
Sin embargo no es así para la iglesia, ni tampoco para el cristiano. Nosotros tenemos absolutos morales dados por Dios. Él ha hecho que dichos absolutos se escribieran en la Biblia para nuestro beneficio. Aunque el mundo grite para atraer nuestra atención y socavar nuestra moralidad, lo único que el creyente tiene que y puede hacer es decirle: «¡No!» Esto resulta posible porque «los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (Gálatas 5.24). Así es como ganamos la batalla contra los deseos de la carne que se ven estimulados a la acción todos los días por este mundo perverso, explica Pablo. Nosotros decimos «¡NO!» al mundo y a la carne, y por el contrario «¡SI!» al Espíritu Santo (Gálatas 5.16–17).
En su excelente apéndice titulado «The Term Flesh in Galatians 5.24» [El término carne en Gálatas 5.24], Needham desarrolla esta verdad con gran detalle y escribe:
Un cristiano es alguien que, por ser «de Cristo», ha declarado muerta, necesariamente, la vida «en la carne» en cuanto a las pasiones y deseos de ella. Ya que mediante la crucifixión de Cristo Dios ha acabado con la persona que era en otro tiempo, ahora, como hombre nuevo, he hecho mi declaración referente a la muerte de mi carne.
En otras palabras: Dios mismo ha efectuado ya la muerte de mi viejo yo, mi vieja personalidad, al unirme con Cristo en su muerte. Esto es algo que Pablo afirma tanto en Romanos 6 como en Gálatas 2.20. Ahora, como nueva persona en Cristo, puedo decir «no» a los deseos de la carne. Soy capaz de crucificar la carne con sus pasiones y deseos.
También por esta razón el creyente puede ganar la batalla contra los deseos del mundo. En efecto, se le garantiza la victoria sobre dichos deseos porque él le ha sido crucificado al mundo y el mundo a él (Gálatas 6.14), y porque es nacido de Dios (1 Juan 5.4–5). Por la unión con mi amante Señor en su crucifixión, estoy muerto para el mundo y sus deseos, y él está muerto para mí. Como al parecer expresara Charles Spurgeon: «Ven mundo con todas tus seducciones. ¿Qué puedes hacerme a mí, que soy un hombre muerto?»
Los deseos de los ojos
Luego Juan describe el mundo como sistema activado por «los deseos de los ojos». Los deseos anteriores, aquellos de la carne, venían de nuestro interior; éstos, de afuera, del mundo que nos rodea.
C. H. Dodd expresa que «los deseos de los ojos hacen referencia a la propensión que tenemos a ser cautivados por la apariencia externa de las cosas, sin inquirir en su valor real». William Barclay lleva esta idea todavía un paso más allá y escribe:
Se trata del espíritu que no puede ver nada sin desear adquirirlo, y el cual, una vez que lo ha conseguido, hace ostentación de ello delante de los hombres. Es el espíritu que cree que la felicidad se encuentra en las cosas que el dinero puede comprar y los ojos ver.
Los «deseos de los ojos» fueron la ruina de muchos personajes de la Escritura. En realidad, el pecado original del género humano fue causado, en parte, precisamente por esos deseos. Génesis dice: «Y vio la mujer[ … ] era agradable a los ojos[ … ] y tomó[ … ]» (Génesis 3.6).
Todos estamos familiarizados con el pecado de Acán. Por propia confesión, las cosas iban bien hasta que «vi entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro de peso de cincuenta siclos, lo cual codicié y tomé» (Josué 7.21). «Vi[ … ] codicié[ … ] tomé».
¿Y quién no conoce la historia del doble pecado de David: adulterio e indirectamente asesinato? Todo ello comenzó con el deseo de los ojos de David (2 Samuel 11–12).
Los «deseos de los ojos» siguen siendo una de las principales piedras de tropiezo para los cristianos en general y para sus líderes en particular. Uno de los mayores problemas con la esclavitud a los «deseos de los ojos» es la insatisfacción que producen. Obtenemos aquello que nuestros ojos han codiciado sólo para darnos cuenta de que el apetito que sentíamos no está satisfecho, de modo que volvemos a mirar y codiciamos más. El autor del Eclesiastés escribió hace mucho que «nunca se sacia el ojo de ver» (Eclesiastés 1.8), y el libro de Proverbios dice que «los ojos del hombre nunca están satisfechos» (Proverbios 27.20).
Esto es lo que hay «en el mundo», expresa Juan, «los deseos de los ojos». Wuest llama a esos deseos «las ansias apasionadas de satisfacción que tienen los ojos». ¿Qué sabemos de esas ansias apasionadas? ¿Cuán culpables somos todos de esa codicia de los ojos? ¿Qué hacemos con nuestros ojos cuando estamos solos, cuando nadie nos está mirando? Si obedecemos la Palabra de Dios en Romanos 6.13 y presentamos los miembros de nuestro cuerpo «a Dios como instrumentos de justicia», eso incluye también nuestros ojos. Es entonces cuando empezamos a gozar de la victoria sobre los intentos del mundo por cautivarlos mediante la codicia.
La vanagloria de la vida
A continuación, Juan revela que «las cosas que están en el mundo» incluyen «la vanagloria de la vida», y Wuest hace el comentario de que esta frase se refiere a la «vanagloria que pertenece a la vida presente». Dice que la palabra vida se utiliza aquí para designar aquellas cosas que sostienen la existencia, tales como comida, ropa y cobijo. La imagen es la del hombre y la mujer que buscan una vida basada en lo que el mundo puede ofrecer.
John Stott escribe lo siguiente acerca de «la vanagloria de la vida»:
La vanagloria de la vida es[ … ] una arrogancia o jactancia relacionada con las circunstancias externas de uno, ya sean de riqueza, posición o vestido; «ostentación presuntuosa» (Plummer); «el deseo de brillar o de destacar sobre otros en una vida de lujos» (Ebrad).
En nuestros días ha surgido una nueva y repulsiva teología para justificar un estilo de vida lujoso. Su énfasis se centra en la prosperidad de este mundo. Es una teología del «todo esto y también el cielo». «Algo bueno le va a suceder». «Siembre dinero». «Nómbrelo y reclámelo». «Dios quiere que usted prospere». «La riqueza es un don del Señor». «La salud y la riqueza son siempre la voluntad de Dios para sus hijos». «Dios posee los millares de animales en los collados. Él quiere compartirlos con usted. Visualice lo que desea, pronuncie la palabra de fe, y será suyo».
Tal doctrina de prosperidad sólo es posible en una economía de clase media avanzada. Me gustaría ver a sus defensores proclamarla entre los cristianos que mueren de hambre en África, Asia y América Latina, o entre los miles de creyentes que forman parte de los desamparados del mundo occidental.
Ese no es el evangelio supracultural de la Escritura, con su énfasis en un estilo de vida sencillo. Se trata de un mensaje culturalmente distorsionado que se fundamenta en la exégesis deficiente de unos pocos pasajes de la Biblia deformados para abogar por la salud y la prosperidad como norma para todo el pueblo de Dios. El mensaje de la prosperidad choca con la enseñanza de Jesús en Mateo 6.19–21 y 19.16–26. Es contradicha por las palabras del apóstol Pablo en 1 Timoteo 6.6–14 y por Hebreos 13.5, 13, 14. En 1 Timoteo 6.6–11, Pablo escribe:
Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto. Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores. Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre.
El conocido columnista Cal Thomas resume la vanagloria de la vida de gran parte de la cultura americana y de la contemporánea teología de la prosperidad religiosa con estas palabras:
Un despertador moral está sonando en América, y no muchos políticos lo escuchan[ … ] Nuestros dirigentes, políticos, economistas, tecnócratas e incluso predicadores, nos han convencido de que el tener más es mejor y mucho más lo excelente. Sin embargo, a un número cada vez mayor de nosotros no nos gusta adónde se nos ha llevado[ … ]
La humildad es uno de los rasgos del carácter que menos se enseñan y estiman. No podemos especializarnos en él en Harvard, ni tampoco comprarlo por correo. Es algo casi extinguido entre el liderazgo político, científico y en gran parte religioso. Nadie vería (en la televisión) una serie que se titulara «Estilos de vida de los pobres y humildes». Es a los ricos y famosos a quienes queremos imitar. Incluso algunos predicadores han contraído esa enfermedad y viven como reyes, y no como aquellos siervos que su Líder quiso que fueran.
La corrupción cultural que nos amenaza es más peligrosa que los misiles (enemigos). Las naciones no caen a causa de la adversidad, sino por la prosperidad y el orgullo.
Las drogas, el crimen, las relaciones sexuales de los adolescentes, el SIDA y todo el resto no es tanto el resultado de una política equivocada como las consecuencias de una decadencia moral y de una política que se ha aislado de las preocupaciones espirituales.
Ni siquiera los predicadores están a salvo del derrumbamiento cultural. Si no nos volvemos de nuestros malos caminos, y pronto, ese despertador moral[ … ] muy bien pudiera convertirse en una bomba de tiempo.
El mundo está pasando
Por último, Juan afirma que «las cosas que están en el mundo» son transitorias, cuando escribe: «Y el mundo pasa, y sus deseos» (v. 17a).
Si el mundo mismo está pasando, es obvio que sus cosas se irán con él. De nuevo el apóstol resume el mundo y todo lo que éste puede ofrecer en una palabra: «deseos».
Para un cristiano, ser vencido por «el mundo [y] las cosas que están en el mundo» es una de las peores tragedias. Descubrirá que ha vivido para aquello que es sólo pasajero. Cuando el trabajo de su vida sea probado por el fuego, como afirma el apóstol Pablo, verá como ese trabajo se quema. Aunque es cierto que «él mismo será salvo, aunque así como por fuego» (1 Corintios 3.13–15). ¿Quién quiere salvarse de ese modo?
Este es el mundo con el cual estamos en guerra. Es nuestro enemigo al igual que lo es de Dios. Debemos tomar la decisión de ser obedientes al Señor y rechazar los engaños del mundo. Por último, no debemos nunca olvidar que el dios de este mundo es el diablo (2 Corintios 4.4). Se trata de un mundo endemoniado por completo.
Pero Dios ha hecho plena provisión para nuestra victoria sobre el mundo mediante la cruz de Cristo (Gálatas 6.14) y el nuevo nacimiento (1 Juan 5.4). Esa victoria es nuestra a diario cuando elegimos de manera continua el practicar la fe obediente (1 Juan 5.5). Si andamos en la obediencia de la fe que vence al mundo, nuestro final será el mismo que promete el apóstol: «El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2.17b).
Tomado de Manual del Guerra Espiritual. Dr. Ed Murphy.
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